Miradas

Hace una semana en medio de un día sumamente caluroso que se contrastaba con pincelazos oscuros en su horizonte, salía presurosa de mi antiguo programa de radio como huyendo de ese viejo edificio blanquecino que abrazaba a varios eruditos de la comunicación guayaquileña. Parecía que el tiempo corría, mientras escuchaba la sinfonía ruidosa de una ciudad acelerada y veía el verde semáforo que no me daba esperanza. Solo habían pasado unos cuantos minutos, era la 1:10 de la tarde y ahí me encontré con ellos, estudiantes de la UPS, jóvenes que entre sus problemas más grandes estaban cuestionar a los moradores del Barrio Cuba por no aceptar salir de sus hogares para que se terminará de expandir la universidad.

El semáforo había cambiado de color a un rojo alarmante cuando me mencionaron la creación de un documental sobre los beneficios salesianos en el Barrio Cuba y la necedad de la comunidad por permanecer en aquellos callejones estrechos; intenté cuestionar su punto, pero los imaginarios de los periodistas estaban demasiado arraigados. Un escalofrío de impotencia, tensión y consternación recorrió mi cuerpo; pues sí, esa también fue mi alma máter y yo también miré como ellos; pues por mucho tiempo olvidé que habían miradas propias que no quería sentir. Solo me quedó respirar, mientras disculpándome por mis compromisos deje la conversación de la esquina en complicidad con el tiempo y el semáforo.

Era la 1:45 cuando caminaba por la 09 de octubre, recordando momentos donde sentí y miré de forma banal y distante la riqueza de uno de los barrios más antiguos de Guayaquil. La perfección adoquinada de la calle más concurrida de la urbe porteña en minutos se convirtió en los callejones oprimidos por grandes construcciones modernas que buscaban supuestamente el bien común, sin tratar de entender las miradas en medio del apresurado desarrollo educativo. Como una caminante de espacios paralelos recordé las puertas coloridas, las pinturas que se vuelven paredes, la armonía entre los habitantes que contrarresta la liquidez de las relaciones capitalistas, intenté recordar sus miradas, pero fue imposible tampoco las vi.

Mi tensión crecía, estaba confundida y empecé a caminar bajo un sol ardiente entre miradas que venían de carros y buses que no comprendían mi deambular. No sentía el sudor caer por mi piel, me encontraba en una introspección y observaba muchas cosas en cada paso. Mi reloj marcaba las 2.30 y ya se veía a lo lejos la universidad, pero esta vez no me importaban los grandes edificios o programas de vinculación con la comunidad; sino ser parte de esas miradas, estar dentro, ser una forastera que escucha y no juzga, que acompaña y no oculta.

Debió estar cayendo la tarde, perdí la noción del tiempo, fue la primera vez que no use una grabadora para registrar horas exactas, nombres, edades como un reporte médico sin mayor alma, me desdoblé para escuchar sobre la ilusión de los niños por usar las piscinas o las canchas, la forma carcelaria que deben pasar para disfrutarlas, el clamor de la comunidad porque se escuche que ellos son parte del entorno y que estuvieron antes de todo, y siguen estando ahí; que su memoria y recuerdos están en cada callejón y que eso vale más que cualquier trato. Solo hay que intentar ponerse en la mirada del otro-.

Deja un comentario